béisbol hasta: El béisbol en las venas de nuestra cultura

Graziella Pogolotti afirma que «el concepto de cultura incluye la creación artístico-literaria. Abarca, además, el extenso e impalpable territorio de la espiritualidad humana, con las tradiciones, costumbres, valores y una memoria transmitida por las vías formales implementadas por el sistema de educación, y aquella otra que se construye a través de la comunicación oral y constituye nutriente esencial de los sueños y de las expectativas de vida», y agregaba: «Por su resonancia, la animación de la vida cultural concierne al conjunto de la sociedad».

A ese compuesto social pertenece el béisbol, pasión cubana que palpita en calles, hogares, escuelas, instituciones y barrios enteros; que nos envuelve en un sentimiento de nación «sobre la suerte de la esfera voladora», como describió a la pelota José Lezama Lima; que condiciona estados de ánimo y hasta la productividad del trabajo, según se haya vivido el romance de la noche anterior con el terreno.

El antropólogo británico Jeremy McClancy arroja luz en ese impacto: «El deporte no revela meramente valores sociales encubiertos, es un modo de su expresión. El deporte no es un reflejo de alguna esencia postulada de la sociedad, sino una parte integral de la misma, más aún, una parte que puede ser usada como un medio para reflexionar sobre la sociedad». Cuando el estadio lleno premia con su aplauso una jugada; critica una mala decisión; la familia, bien en la casa o en las gradas, pondera la emulación pacífica en el diamante o censura la calidad del espectáculo, el béisbol se erige en una especie de juez social.

Nos llegó en la segunda mitad del siglo XIX, proveniente de Estados Unidos, y sus albores en nuestro país coinciden con la forja de la conciencia nacional. No pocos de los ilustres peloteros de entonces fueron tan buenos en el campo de juego como en el de las luchas por la independencia de la colonia española; así brillaron Carlos Maciá, Emilio Sabourín o Ricardo Cabaleiro, entre otros. Son esas algunas de las razones por las cuales la pelota se inscribe cual sello inconfundible de nuestra cultura e identidad.

Ha conquistado el habla popular, como si conversáramos en modo béisbol. «Me poncharon en Matemáticas» ilustra el no pasar ese examen en la escuela; «estoy en 3 y 2» describe una tensa situación laboral, familiar, incluso, de pareja; «la botaste con las bases llenas», si algo sale perfecto; «caña fresca y limpia al central, Cuba campeón mundial», así reseñó el narrador Bobby Salamanca el jit de oro de Rigoberto Rosique que nos dio el título del orbe, en 1969, frente a Estados Unidos, en República Dominicana, asociando la zafra de los Diez Millones y a la principal industria del país con el deporte nacional, pues fueron los ingenios, desde el periodo decimonónico, hasta hoy, fuente inagotable de esa pasión.

La pasada semana, el presidente del Inder, Osvaldo Vento, y el ministro de Cultura, Alpidio Alonso, en el Latinoamericano, iniciaron lo que sería el tránsito a la declaración del béisbol como Patrimonio Cultural de la Nación. Para tal propósito se requiere de un proceso mediante la elaboración de un expediente que, a nuestro modo de ver, tiene, en la obra del doctor Félix Julio Alfonso López, El juego galante, los fundamentos esenciales de esa aspiración, que no solo es un homenaje o reconocimiento a la pelota, sino también, al pueblo de Cuba, su principal destinatario.

 

 

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